José Ignacio Villameriel Compañero de la Caja, en Red del Principado |
7:45 a.m. Bús completo. Todo llega. Nos hemos ido subiendo a lo largo del camino: Mieres-Oviedo-Gijón-Avilés, perfectamente chequeados por los organizadores, que nada quede al azar, ni el detalle de facturar antes que los del Ateneo Jovellanos, “los de Gijón” que van a compartir el vuelo de la SyrianAir hasta Damasco. Parece que tendremos un buen día: 5º mín–19º máx en destino. En orden maletas y equipaje de mano. Nos hemos pasado.
Embarcamos mirando al grupo, parecemos más de 150, el avión tan blanco y lirondo con el detalle de la insignia siria en las alas se percibe algo pequeño para tanto personal. ¿Podrá con todo? ¿Será seguro? El vuelo son casi cinco horas. Los que habíamos pensado en menos, no podemos evitar un respingo.
La acomodación es lenta: revisan aleatoriamente el equipaje de mano antes de pasar a la cabina. Al parecer nos acompañan un par de agentes de seguridad de allá, cazadoras cuero negro. Cajastur, al fondo. El regreso lo haremos en las primeras filas, dicen. Vale.
A las 10:30 a.m. la nave despega. Volamos sin novedad. La atención es buena: abundantes refrescos, agua, vino y alguna botellita de licor que hace su avío para les pingarates. La bandejita de comida anticipa sabores de los que tendremos cumplida muestra en este viaje.
Algunos duermen, otros intentan leer, la mayoría cambia impresiones. Al final hay atasco de personal por el pasillo y colas en los lavabos del fondo. El secretario del Ateneo capta socios con carta preparada al efecto. Lo que es aprovechar la ocasión...
Aterrizaje suave a las 4:15 p.m., hora Siria (+1). Ni una turbulencia. El aeropuerto se hace pequeño. Sentimos calor: ya es primavera en Damasco. Nos sobra la mitad de lo que traemos. En el hall rodeamos a un señor trajeado que parece de la aduana. Entregamos los pasaportes y pasamos el control sin problemas. Ese señor bien vestido es el guía, Hani (de Haníbal). Empezamos a enterarnos lo que es un guía que manda mucho, y se vende mejor.
Salimos del aeropuerto escoltados por solícitos mozos que se empeñan en llevarnos las maletas, especialmente a las mujeres, y aquí tienen donde elegir: 35 de 50 que compartimos el bús 3 maletero repleto y una docena de bultos sobre la acera sin sitio. El chófer no sabe cómo hacerlo. Al final, se recolocan todas rellenando bien los huecos y arrancamos.
El Ebla Cham Palace tiene un hall inmenso y amplias habitaciones, pero son las cinco de la tarde y estamos nada menos que a 18 kms del centro de Damasco. Algunos buscan medio para dar una vuelta mientras se inicia la rutina de reconocer y marcar el equipaje.
El guía que manda mucho improvisa una excursión a la que nos apuntamos todos. Extraordinaria sorpresa. Descubrimos milenaria y paseamosla ciudad complacidos por las apacibles y sinuosas callejuelas del barrio cristiano, llenas de encanto, asombrándonos del sorprendente equilibrio de balcones y corredores descubriendo en la penumbra del atardecer impresionantes artesonados en alguna casa damascena.
Visitamos la capilla de Ananías, una cripta, antiguo sótano de la casa de uno de los primeros cristianos. Lugar que nos cautiva y emociona por su autenticidad. Es el corazón del Damasco bíblico donde sobrevuela el espíritu de Saulo de Tarso.
Llegamos a la Gran Mezquita Omeya por la puerta oriental del templo romano, atrapándonos la magia del lugar: hombres que fuman apaciblemente sus narguile mientras toman un té a la menta al pie de las escalinatas que conducen a la puerta de la fuente. Sobre ellos se eleva majestuoso el alminar de Jesús. Ante la puerta occidental del templo romano nos agrupamos contemplando la puerta oeste y el imponente alminar Al-Gharbiyya. Algunos ya deben ir lo menos por la foto cincuenta.
Ocho de la tarde y Al-Midiyya es un hervidero. Paseando por el zoco se nos va la vista a todos sus rincones. Nos asombra ver cómo se cogen los hombres, incluso militares pasean de la mano. Aunque puede que nosotros cantemos más. Nos lo venden todo. Llevan sus orígenes fenicios en la sangre. Al momento deducen de dónde somos. El mercado es inmenso, cubierto por una gran bóveda de hierro horadada por las ametralladoras francesas en la rebelión de 1925. Tiendas históricas de escaparates repletos de luz y color. Hay un gentío en Bekdach comprando helados espesos y pegajosos que despachan velozmente camareros con guantes de látex en cucuruchos recubiertos de pistacho o chocolate.
Más que compras, primeras tentativas. Se nos antoja todo, es tal la habilidad de estos mercaderes que hacen que parezcan imprescindibles cosas absurdas, que a buen seguro luego no sabremos qué hacer con ellas, pero es tan barato... Nos dan cien vueltas. Poco a poco nos vamos acostumbrando a la moneda, no sin recelos por la conversión de euros y libras. Algún cero mal corrido da más de un susto.
A las nueve, primera cena, primer contacto con el buffet. Picoteamos aquí y allá descubriendo sabores. Nos atienden en la zona del piano bar. Hay abundancia de ensaladas, especias y salsas, siempre presentes en el viaje. Verduras en vinagre, empanadillas saladas, Hummus (puré de garbanzos con pasta de sésamo), Muttabha (puré de berenjenas con sésamo y yogur), pimentón y aceite de oliva, hojas de parra rellenas de cordero, y el Khoobz Arabi, el milenario pan plano. De segundo, cordero a la parrilla o en salsa, carne asada, pollo y guarniciones de purés, arroz, verduras hervidas o patatas asadas en cuadraditos. No hay pescado.
El pianista se ha ido animando y a los postres, deliciosos y abundantes, ataca una serie de melodías españolas y latinas, encabezadas por unas acertadas variaciones del concierto de Aranjuez que arrancan los primeros aplausos. Nos lo tomamos con calma a pesar de que mañana hay que madrugar camino de Alepo.
Luisma y Viso hacen relaciones con los agentes del mayorista tratando de soslayar los pequeños problemas que puedan haber surgido. Su dedicación y la de sus mujeres, Ana e Imelda, ha sido un importante valor añadido del viaje. Resulta obligado reconocerlo.
Madrugamos, aunque el sol nos lleva dos horas. A las 7:30 desayuno. Y a las 8 en ruta hacia Alepo de donde nos separan casi 400 km. En la salida de Damasco nos impacta el asentamiento palestino: cerca de trescientos mil refugiados, primero en tiendas de lona, luego en casas de abobe y ahora en bloques. Les han ofrecido nuevas viviendas pero no quieren desagruparse. El poblado está dividido por la nueva autopista que lo atraviesa.
Enseguida llegamos a Maalula, pintoresco lugar de casas colgadas en la ladera de un monte abrupto. El paisaje es seco, ocre y las viviendas humildes, edificadas las de arriba sobre las terrazas de abajo, algunas sin rematar: un castillo de naipes en difícil equilibrio, la ferralla asomando para edificar otra planta cuando se casen los hijos. El guía dice que así evitan pagar impuestos, al no dar por terminada la construcción. Lo veremos continuamente a lo largo del viaje.
Agachamos la cabeza al atravesar un grueso muro de piedra por la pequeña puerta de dintel acolchado para mitigar los coscorrones que conduce al patio del monasterio de San Sergio, legionario romano ejecutado por negar sacrificios a Júpiter. El grupo completa los bancos de la reducida iglesia bizantina de altar semicircular precristiano e iconos del s.XIII escuchando el padrenuestro en arameo que el joven pope reza pausadamente. Inolvidable.
Tras degustar un delicioso vino dulce invitados por el pope en la pequeña tienda de recuerdos, regresamos al pueblo descendiendo a través de un corto siq (pequeño anticipo de Petra) y compartimos torta de pan (Khoobz Arabi) recién hecho y pistachos al sol de la plaza, al pie del monasterio de Santa Tecla adosado al murallón del barranco.
Camino de Crac de los Caballeros Hani nos entretiene contando costumbres sirias. Las muchachas se casan a los veinte. Elige la madre del muchacho buscando la mejor nuera entre el vecindario pertrechada de un periódico y de una nuez. En la visita, la futura suegra invita a leer a la aspirante, así comprueba su cultura; luego dice: dame algo para romper esta nuez, pero la chica sabe que debe hacerlo con sus dientes, así los enseña. Astuta treta.
Es mediodía. Hace calor. Se reparte agua en abundancia. Ha ido cambiando el paisaje. Divisamos perfectamente la cordillera del Antilíbano mientras atravesamos la parte siria del valle de la Bekaa, zona verde y fértil, a 5 km. de la frontera del Líbano.
El bús protesta y renquea en la sinuosa subida al imponente castillo de los cruzados. Nos apetece bajar a empujar. El paso entre las casas de bloques es tan estrecho que a punto estamos de tocar alguna cornisa. Nos hemos pasado de equipaje, pensamos. Sobra más de la mitad con este día. Al fin coronamos. El resto, a pie. Nos apeamos aliviados.
El guía se luce explicando la historia de los templarios y de los hospitalarios, de Ricardo Corazón de León y de las cruzadas, basadas según él, que se dice experto, en cuatro pilares: Inglaterra, Alemania, Francia e Italia (los Estados Vaticanos). España, como ahora, se dedicó a acciones humanitarias... dice Hani que estudió medicina, pero que ejerce como free lance dedicado a españoles. Es cristiano malaquita con negocio turístico en Valencia, donde está su mujer esperando obtener nuestra nacionalidad que él ya tiene hace tiempo.
Comemos en un acogedor restaurante del valle con espléndida vista del formidable castillo y reanudamos viaje sesteando camino de Alepo donde entramos a las seis de la tarde, primera hora de la noche. Aquí el sol se desploma. Prácticamente no hay crepúsculo.
Se percibe más riqueza en Alepo (Halab), segunda ciudad Siria (3M hab) y descollante centro comercial, influida por la cercanía de Turquía: Antioquía está a un paso, y la llegada de inmigrantes, sobre todo armenios. Hani nos lleva primero al zoco antes de que cierren los principales puestos. Mientras tímidamente nos vamos haciendo con el lugar y su laberinto de calles y pasadizos, un enjambre de vendedores nos rodea reclamando nuestra atención de manera reiterativa y pegajosa. Primeras compras y demostración de la técnica que en cursillo acelerado nos ha impartido el guía mientras llegábamos. Como en tantas cosas, nos ganan las mujeres en las habilidades del regateo, aunque resulta difícil saber cuánto te han engañado. Al final siempre lo hacen, esa es la conclusión a la que llegamos con estos artistas del amago y de la obstinación: como muestres algo de interés estás perdido.
Media hora antes de lo indicado por Hani nos agrupamos todos aburridos de dar vueltas y del soniquete mareante de los mercaderes mosqueados por nuestras magras compras.
El Chahba Cham Palace es espléndido. Cenamos con tranquilidad, esta vez sin música y con ganas de irnos a la cama, que aquí amanece demasiado pronto.
Hoy desayunamos una hora más tarde, aunque los hay que se han despertado para ver amanecer mientras otros intentaban conciliar el sueño en medio de la baraúnda por tantas llamadas a la oración de los muecines: en Alepo hay más de trescientas mezquitas.
Camino de San Simeón pasamos por avenidas de estupendas urbanizaciones, todas de piedra, y su flamante templo. Dice Hani que si no hay mezquita no se venden los pisos.
Con fondos de la Unesco han ido limpiando los campos de piedra para liberar el fértil suelo y cultivarlo. Poco a poco va floreciendo esta región que no se ve ni tan pobre ni tan inhóspita como el entorno de Damasco.
El lugar donde se asienta el monasterio es hermoso, y nos sorprende la rica y magnífica construcción, repleta de huellas que hablan del cruce de culturas y de la transición al arte bizantino. Aquí llegaron a vivir quinientos monjes y sus servidores encargados de atender a los innumerables visitantes que llegaban desde todo el mundo con sus niños a que los bautizase san Simón. Esto era todo un emporio, sin duda. Desde la rasa en que está enclavada la basílica y el baptisterio se adivina la frontera turca. Las cámaras echan humo.
El campo florece. Nos cruzamos con grupos de mocinas de excursión (el día de hoy es su domingo) con pañuelo blanco a la cabeza que sonríen y se dejan fotografiar felices. Mientras tomamos un té a la menta en la entrada esperando que las damas visiten los baños, Viso le coloca un caballo en la solapa al alguacil del lugar que lo luce como una joya.
De regreso a Alepo pasamos mucho calor. Más agua. Son las doce y no nos permiten pasar al museo: es la hora de la oración. Mientras, visitamos la ciudadela. Hani nos explica bien la entrada, los pasadizos y las distintas estancias. Desde arriba contemplamos una espléndida panorámica de la ciudad de blanca piedra. Nos cruzamos con numerosos chicos y chicas de fiesta. Alegres, con ganas de charla. En el sotanillo del teatro de la ciudadela se arma un sarao espontáneo en el que se lucen dos improvisadas bailarinas de nuestro grupo. Lo celebran batiendo palmas y cantando rítmicas estrofas a coro. Aplausos y bulla.
Nos descubrimos ante la sala del trono, soberbia en sus artesonados y luceras, lo que demuestra el esplendor que en otro tiempo debió de tener esta ciudad. Al salir nos cruzamos con un grupo de bellas jóvenes (vestidas como occidentales) de un liceo de Latakia (lo dicen entre risas en un inglés que a duras penas logra entender un animoso intérprete). Pero para eso está nuestro jefe de grupo dando un caballito y haciéndose la foto con algunas.
Logramos visitar el interesante museo antropológico de la ciudad antes de comer en Sissi House, un lugar pintoresco donde nos sirven gastronomía local: plato principal arroz con frutos secos, pollo y cordero. Luego callejeamos y el guía nos lleva a una catedral Armenia donde asistimos al comienzo del oficio del viernes. Paseando luego observamos cómo nos miran las mujeres, que se cubren totalmente al cruzarse con el grupo.
Mientras algunos tomamos un té y fumamos una pipa de agua (narguile), el resto se fue a los baños turcos. Luego nos contaron la experiencia con las fornidas/os masajistas y las sorpresas por la falta de limpieza y extraña disposición de elementos en el inodoro. Parece que en algún caso la corta manguera se movió como una serpiente nerviosa... ¡Qué ducha!
A las nueve, cenamos en la planta veintidós contemplando una espléndida panorámica y amenizados por un marchoso pianista. Creemos repetido el plato de arroz, pero Hani nos dice que es trigo, preparado de forma especial: queman el campo antes de segar el cereal y luego frotan la espiga recogiendo el grano, que se prepara con cordero y frutos secos.
Antes de retirarse algunos toman la espuela en la planta 01.
Aunque es jornada larga, no madrugamos demasiado: nos levantan a las 6:30. Será porque es el día del padre. Felicidades también a los pepes y pepas.
Se retrasa algo la salida: las maletas no caben. ¿Será posible? Somos los mismos, el recuento no falla, aunque el cansancio va haciendo mella en rostros y cuerpos, divididos en dos bandos: "carrasclás" y resto. Las pastillas anti empiezan a circular para los más sueltos.
Tomamos la ruta de Antioquía, camino de las ciudades muertas. Campos de olivos, melocotoneros, almendros y cerezos en flor. Evocamos el Jerte. Viajamos solos por una carretera de doble calzada que de repente se vuelve de un solo sentido. Nos adelantan por la derecha y por la izquierda pequeñas camionetas que transportan en la zona de carga unas veces hombres, otras mujeres, campesinos que van o vuelven felices de los campos. Nos saludan alborozados, posando para las fotos que se multiplican desde el autocar.
Valle del Ghab. Vega del Orontes, el río rebelde: nace en el sur y desemboca en el norte. Aquí hay más agua, tal vez mejor vida: abundan las parabólicas.
Hay ruinas por todos los lados, múltiples huellas de cultura bizantina. Es impresionante la riqueza arqueológica que nos rodea: imponentes palacios, bodegas y almacenes. Hani nos cuenta la historia del vino, elaborado en otro tiempo por los habitantes de estas tierras.
Nos asombra Sergilia y en especial la belleza de una criatura que sale entre las ruinas al paso del grupo. Su tez morena y sus ojos verde agua nos hacen recordar el caso de la niña afgana cuya foto dio la vuelta al mundo. Los reporteros se lucen. Ojalá alguno acierte a transmitir lo que vimos. Luego aparecen más rapacinos. Hasta ocho hermanos viven con sus padres gitanos entre las ruinas grecorromanas. Más allá descubrimos la ropa tendida de otra familia. Les regalamos cuanto tenemos a mano: bolis, chicles... Hani dice que aprecian mucho lo del hotel, los objetos del baño, que no les demos monedas, que les hacemos pedigüeños. ¿Quién se resiste a darles un euro? Uno de los mayores nos sigue a distancia en un burrín, y un par de adultos recorren el camino en sendas motocicletas sin detenerse. Hay varias gallinas, pitas de caleya dice uno, picoteando entre la maleza que rodea las históricas piedras reconvertidas algunas en muro de cuadra para ovejas y cabras. A pesar de todo, no hay que esforzarse mucho para imaginar el esplendor de este asentamiento.
Camino de Apamea, Afamia, la ciudad de las mil columnas, hacemos una parada técnica en Almarrat, saboreando un delicioso té con pastelillos dulces de miel, almendras, pistachos y piñones, hojaldrados, calientes. Lo que se dice las once bien tomadas...
Dominando el llano de Al-Ghab impresiona el cardo señalado por columnatas paralelas a lo largo de sus dos kms de longitud cruzando de norte a sur esta grandiosa ciudad de granito gris que anduvo cerca del medio millón de habitantes. No extraña que fuera visitada por Marco Antonio y Cleopatra. Apamea fue próspera hasta la época bizantina.
A las 14 horas comemos en un buen restaurante. Platos típicos: pincho moruno, cordero y ternera. De postre, fruta. Nos relajamos en el bús camino de Hama. Tarde excelente.
En Hama paseamos por la orilla del Orontes contemplando el funcionamiento de tres gigantescas norias similares a las que riegan esta vega. El ambiente es apacible aunque Hani recuerda la revuelta de 1982 en esta ciudad, sofocada sin contemplaciones por las tropas del gobierno que masacraron treinta mil civiles destruyendo el casco antiguo.
Cae la tarde entre pinos doblados por el viento del desierto. Parecen inclinarse a La Meca, dice alguno. El pasaje duerme camino de Palmira por una carretera normal, aunque los conductores no parecen haberse enterado. Los de adelante gastan zapata y zapatilla.
A las 19 horas avistamos Palmira y poco después pisamos el hall del Cham Palace que nos causa una excelente impresión confirmada por la suculenta cena: vamos dominando la gastronomía, aunque hay arroz blanco para los que van sueltos, pero nadie hace ascos al surtido de dulces postres. Además, tarta para Julia: feliz cumpleaños, cantamos a coro.
Nos ofrecen un paseo por el pueblo: el hotel está dentro del oasis. Vamos todos. Vemos la gran columnata iluminada y tenemos el primer contacto con el comercio local. Parecen más amables y menos pegajosos que en Damasco o Alepo. Son artesanos de la arena, que trabajan haciendo composiciones sencillas en botellitas de distintos tamaños. Nos enseñan cómo lo hacen. Son amables. Nos preguntan: ¿Madrid? ¿Barcelona? Nos parece que aquí hay más culés por los gestos que hacen. En una tienda están viendo el Barcelona-Coruña, y nos llaman. El dueño está tranquilamente sentado ante el televisor rematando las jugadas. Al fin, one, two, three, "goooaaaal..." Somos amigos, barça gana, mejores precios.
De regreso al hotel parada ante el tetrapylon. Instantáneas a todos los ángulos. Y van... Algunos, cuatrocientas. ¡Será por fotos! Para que luego digamos de los nipones... La verdad es que Siria nos está sorprendiendo. Esta vez no puede quedar ese concurso desierto.
No hay piedad: nos levantan a las 6. En marcha a las siete con el sol bien puesto, pero hace frío y mucho aire. Nos abrigamos en capas que iremos quitando a medida que vaya avanzando el día. Y somos afortunados por venir con este tiempo. En medio de semejante secarral, en agosto no debe haber quien pare. Además, estamos solos. Bueno, no del todo... Una caterva de nativos en camello, caballo, burro y moto nos acompañan todo el día por donde quiera que vamos ofreciéndonos todo tipo de chucherías. "Más barato que en Andorra" "Amigo, amigo, ¿luego?" "Tu di cuánto iuro..." Debe ser tan escaso el turismo en este tiempo que se vuelcan en cuanto ven un autocar. Hoy sólo hay otro de japonesas.
Espectaculares ruinas las de esta legendaria ciudad situada en el norte del desierto de Siria, a 240 km de Damasco. Dicen que fue fundada por Salomón, rey de Israel. Citada en la Biblia con el nombre de Tadmor (ciudad de las palmeras), desde el s. XIX a.C. era una importante etapa en la ruta de la seda: caravanas hasta la costa mediterránea.
Palmira debe su esplendor a una mujer: la reina Zenobia, la “Cleopatra de Siria”, que en el siglo III a.C. consiguió extender sus dominios y hacer frente a la todopoderosa Roma. Y eso que su reinado duró seis años escasos en los que no sólo se lanzó a una carrera bélica de conquistas que le costó el trono y la libertad, sino que levantó formidables edificios y estatuas. Solamente en el ágora había más de 200 esculturas de nobles palmirenses.
Las cámaras y los videos no paran. Nos rodean los camellos, pero nadie sube.
A las once nos enteramos que Alonso ha ganado en Malasia: SMS. Lo celebramos.
Tras breve descanso en el pueblo: única calle, como el oeste, visitamos el Valle de las Tumbas. Impresionan las altivas torres de los enterramientos en vertical de las familias nobles guardadas por puerta de piedra de dos toneladas. El paisaje parece de otro planeta.
Algunos son expertos en colocarse la kufiya: los pañuelos palestinos (negros/blancos) y jordanos (rojos/blancos) comprados en el zoco de Alepo protegen del desagradable aire que bate fuerte en algunas zonas. La fina arena, que muchos recogen como recuerdo en bolsitas y botellas, se cuela por la menor abertura. No es extraño que rodearan el soberbio palmeral con muralla de adobe para preservar los ricos manantiales que se secan. Dice Hani que se busca agua a más de 200 metros de profundidad.
Y lo inesperado, lo máximo de Palmira: el templo y lugar de sacrificio en honor al dios Bel, la estructura más completa e impresionante de las ruinas de Tadmor que nos asombra por la inmensidad de su patio de 210 por 205 metros repleto de columnas deshechas por el viento. Agradecemos que el guía nos deje deambular imaginándonos lo grandioso de este lugar recubierto de mármol blanco. Majestuoso.
Comemos en el hotel del pueblo, en la planta superior, con una vista espléndida sobre el palmeral. El lugar está lleno de detalles autóctonos y cuadros. Estampas de otro tiempo.
Despedimos a los niños, especialmente a uno que ha impacto con su historia: padre degollado, muchos hermanos, todos trabajan desde los tres años trabajan vendiendo algo. Son orgullosos: rechazan el dinero que no se hayan ganado. Si se hacen fotos, lo admiten.
Antes de partir hacia Damasco subimos al hasta el Qalaat Ibn Maan, una fortaleza árabe del siglo XVII que corona la colina mayor, mejor dicho, el único altozano del entorno. Aplaudimos al chófer que conduce los últimos doscientos metros marcha atrás en un alarde de pericia por la estrecha y sinuosa carretera.
Desde lo alto observamos perfectamente definido el trazado de Tadmor y las soberbias dimensiones del templo de Bel. A la derecha, el palmeral y rodeándolo todo la muralla. A la izquierda, la pequeña población. Foto de grupo con las milenarias ruinas de fondo. Cautivados, entonamos "adiós con el corazón" sintiendo una nostalgia tal vez similar a la de los viajeros de otro tiempo al despedirse de la reina del desierto, la ciudad de Zenobia.
Camino de Damasco nos detenemos en el Bagdad-Café, pintoresco lugar que evoca el far west de John Ford. Nada por un lado, nada por el otro, y la carretera en medio. El pipi room se lo adjudican las damas y los señores nos vamos tras una tapia a que nos ventile el aire mientras cruzan el desierto pesados transportes y esporádicamente algún autocar de turistas. El sitio al parecer está recomendado en las guías de trotamundos: en una esquina hay un pañuelo colgado a modo de libro de visitas donde Viso pincha un caballito. Nadie diría que el frescor y remanso interior excita la líbido, aunque parece que aquí peligran más los varones: que lo diga quien recibió una caricia en sus posaderas mientras pedía un té.
Vuelta a la carretera y frenazo. ¿Pinchazo? No, Viso se ha olvidado la gorra. Vale. Tira.
Pega el sol y sopla el viento. Cruzamos caminos como Lawrence de Arabia. Es un decir. Vamos cómodamente instalados y muy bien atendidos. Gracias, amigos.
Nos interesamos por las noticias que pueda haber de política internacional. Estamos a pocos kms de Irak y viajamos cerca de Beirut. Pero todo sigue igual en Damasco.
Antes de ir al hotel visitamos el bazar de los artesanos. Valoramos las tallas de madera, las joyas y la seda: los famosos brocados. En un patio descubrimos un taller que acredita en un certificado polvoriento su pertenencia a la ruta de la seda. Tardan una jornada de diez horas en tejer un metro de tela dorada, incluso el doble si es de superior calidad. Venden estolas, corbatas, cojines, mantones y objetos diversos elaborados en finos brocados.
Nos sobra tiempo para darnos un largo baño antes de la cena. A todos nos vendrá bien este descanso, especialmente a los que se van constipando: se curan los vientres y se estropean los bronquios. Dura vida la del turista.
El comedor está a tope. Se nota que han empezado las vacaciones de semana santa: han llegado muchos españoles y europeos que lo celebran como nosotros. Un dúo ameniza la cena con música en vivo, sonido california. Bailamos evocando los setenta.
Hoy tuvimos un descanso mayor: desayuno a las 8:00, como los señores, saliendo del hotel a las 9:20 para visitar Damasco después de reconocer el equipaje en lo que somos expertos tras cinco días de trae y lleva que empieza a pagarlo más de una maleta. En fin.
Parada en el Museo Nacional de los Omeyas, conquistadores de Al-Andalus, gobernada del 711 al 756 por emires dependientes del califa de Damasco, relacionado con Kairuan (Túnez). Abd al-Rahmàn I descendiente de los omeyas que escapó de la revuelta abasí creó un emirato independiente (756-929), aunque consideraba jefe religioso al califa de Bagdad.
Las dos torres de la entrada se parecen a las dels Serrans de Valencia. Sus contenidos nos ayudan a entender nuestra cultura y orígenes: sumerios, griegos, romanos, bizantinos, musulmanes... Observamos tallas inspiradas en la mujer palmeriense y una tumba similar a las visitadas en Tadmor. Utensilios que nos hablan de las costumbres de quienes vivieron en diversas épocas. Nos cargamos de datos que se hace difícil asimilar en tan corto tiempo. Creemos que se digiere mejor ahora, en casa, saboreando el viaje y los recuerdos amables de estos días que parecen no correr y ahora ya son pasado. ¿Magia? No. Lo hemos vivido.
A las 11:30 atravesamos el zoco de Al-Midiyya camino de la Gran Mezquita. Aunque sea lunes hay un gran trajín: la calle en Damasco es continuo bullicio. Los vendedores nos acosan. A quienes llevamos zapatos, un limpiabotas jovencín nos persigue empeñado en lustrarnos el cuero aunque no se vea tan sucio. El guía compra calcetines para quien lo precise: hay que descalzarse. Y da instrucciones a las damas: no enseñar brazos, no enseñar piernas, que no se vea el pelo, nada de falda corta y no valen los pantalones.
Los varones (minoría) esperamos en la entrada a que las mujeres (mayoría) salgan del vestuario totalmente cambiadas, igualadas con una especie de guardapolvos con capucha de un color horrible (caqui-caca) atado con lazos por delante. Nos sentimos denigradas, dicen ellas, irreconocibles (véase foto). Todo sea por el diálogo de civilizaciones... Entramos, la mayoría con el calzado en la mano: no hemos querido apilarlo en la garita de la entrada.
La construcción es cuadrangular, misma base que el templo romano dedicado a Júpiter, luego basílica bizantina y finalmente Mezquita Omeya. Recorremos el interior totalmente alfombrado entre hombres que rezan inclinándose orientados al mihrab y grupos familiares que pasean con parsimonia. Es un lugar para estar, además de rezar, nos dice Hani.
En el centro del recinto, una construcción pétrea de cristalera verde (el color del islam) reja dorada y cúpula hexagonal envuelve el túmulo donde dicen reposa la cabeza de san Juan, el Bautista, el profeta Yahia muy venerado. Mujeres de negro rodean el panteón.
Y al lado, formando un amplio cuadrado sobre el suelo se sientan los santones (ulemas ciegos de nacimiento) que a cambio de unas monedas predicen el futuro deseando buenos hechos al penitente/viajero. Estábamos comentando que quienes tenemos a un paso la jubilación podíamos pedirles se nos concediera, cuando se nos acerca un varón de buena planta y nos dice que si queremos algo de los santones él es el encargado de gestionarlo, que negociemos con él lo del dinero. Quedamos perplejos, no tanto porque nos hubiera escuchado como por el descaro de la propuesta de este agente del negocio espiritual.
Al salir compramos frutos secos y chucherías en el mercado de las especies antes de visitar el Palacio Azem, extraordinario museo antropológico en cuyas salas se muestran las más representativas costumbres de Damasco: almadraba, esponsorios, nacimiento hijos, recepciones palaciegas, fumando el narguile mientras se toma café o té, vestimenta y escenas de artesanos ejerciendo su profesión. Interesante y esclarecedor.
A las dos nos llevan a comer al Ummayyad Palace Restaurant: un museo que agrada a todos, aunque las sillas y las mesas parezcan de juguete. El menú está al nivel de los hoteles, con algunos platos más de segundo y un generoso surtido de dulces locales que recuerdan la herencia árabe en España, té a la menta o café turco. Quedamos satisfechos.
Un paseo por el zoco, y a las 16:30 salimos para Amman. Hasta el sábado, Damasco.
Atención, dicen, próxima frontera de Jordania: pasaportes en los dientes. Cuidado, que los de Avilés no entran... No nos apellidamos trashorras, dicen.
De adelante llega atrás un murmullo creciente: Hani, el guía ha rechazado la propina. Hay confusión primero y perplejidad después. Luisma y Viso no dan crédito: al parecer ha manifestado que no le parece suficiente compensación por su esfuerzo. Consultas. Los usos internacionales aconsejan 230/250 dólares teniendo en cuenta los días que ha estado con nosotros y las dimensiones del grupo, y se le han dado 280 dólares. Al final, tras este amago, coge el sobre y lo muestra en alto. Aplaudimos. Fair play.
Cruzamos sin guía el espacio que nos separa del otro lado. Al llegar a una garita el bús no maniobra bien y nos cargamos un cable. Tranquilos, que está forrao, dice Viso. Vale. Al poco aparece el guarda del puesto que alguien dice haber visto subirse los pantalones tras una sebe... Seguro que lo del cable era una treta para frenarnos...
Cambiamos moneda: de tililis a sopínfanos (Aldama dixit).
Reparto de pasaportes visados y presentación de Amin, el nuevo guía, más serio, más parco: prefiere que preguntemos. Cambiamos un fenicio por un jesuita, dice uno.
Hasta Amman nos va informando del país. Vida cara. Esperanza de vida: 62 a. la mujer, 58 el hombre. Sueldo base 300 dólares (no lo creemos del todo). Cristianos, 3% y resto musulmanes (para casarse hay que convertirse al islam). Entretenemos la llegada al hotel con comentarios sobre gastronomía, situación de la mujer... y temas del corazón: Amin no opina de la monarquía, es musulmán y ha estudiado Arte y Decoración en Madrid y dice que contesta lo que sabe, lo que no, no lo inventa. En Jordania hay menos regateo que en Siria: no hay bazares ni zocos, sólo tiendas. España es el primer país en visitantes. Hay productos americanos: Coca-Cola, Burger King, JFK... Los coches son de alta gama: mercedes, bmw, audi... La primera impresión es favorable: parece un país más organizado que Siria.
Entramos en el hotel Crown Plaza a las 20:30 tras cuatro horas de viaje, paradas de aduana incluidas, y nos obsequian con un plato de cerámica, aunque se forma cierto lío al distribuir las habitaciones: al parecer está completo y no dan abasto... Poco a poco todo se arregla a costa del descanso de nuestros compañeros organizadores. Una más. Gracias.
En la cena hay un plato de pescado y gambas muy celebrado, el resto más o menos como en Siria. El agua tal vez algo más cara. El vino, por las nubes... Se sigue comentando el episodio del guía. Una señora del grupo comenta que tal vez haya pensado que somos potentados: Todo el mundo sabe que sois banqueros; banqueros no, bancarios, que es muy distinto. Lo que sí somos un grupo organizado y educado. Es verdad que el guía sirio se ha molestado y nos ha enseñado mucho, pero ahora todo se relativiza y la cuestión que flota en el aire es si no lo haría todo por el interés. ¿Falta de clase?
Después de cenar nos asomamos al disco-bar del hotel. Ambiente de music-hall un tanto casero. Un trío internacional de minifalderas (negra, oriental, blanca) amenizan con ritmos a go-go. No parece que estemos en territorio musulmán: el hotel es una isla cosmopolita. Fuera, policías especiales vigilan que nada le ocurra al turista, primera fuente de ingresos de este afable país.
¡Huevos fritos o tortillas recientes en el desayuno! Hacemos cola. También excelentes zumos de naranja, plátano y pomelo, crema de chocolate y bollería variada. ¡Un lujazo!
Chequeo de maletas y acomodo en autocar más pequeño que cambiaremos en Madaba donde visitamos la iglesia de San Jorge cuyo suelo conserva el espectacular mosaico de un antiguo mapa de Palestina realizado para orientar a los peregrinos de Tierra Santa. Se observa la situación de Jerusalén, el santo sepulcro, Belén, el Jordán y el mar Muerto. Tierra de basalto, piedra volcánica cuyo origen sitúa la leyenda en la destrucción de Sodoma y Gomorra sepultadas bajo sus aguas. El guía nos recuerda la historia de Abraham y de Lot.
El Monte Nebo a 12 km al noroeste de Madaba es la última cima (840 m) antes de la depresión del mar Muerto, que se intuye en la neblina del horizonte. Allí el Jordán, el oasis de Jericó y los montes de Judea. Dice Amin que por la noche pueden verse las luces de Jerusalén. El Antiguo Testamento indica que aquí murió Moisés contemplando, sin pisar, la Tierra Prometida, el fin del peregrinaje del pueblo judío tras 40 años de vagar por el desierto. La actual basílica conserva algunas piedras de la iglesia edificada en el s.IV en este lugar y finos mosaicos con escenas de caza, elaboración del vino y animales salvajes y de granja.
En el bús el guía pregunta si tomamos el camino del desierto o la ruta del pantano. Un animoso compañero elige lo segundo: interminables repechos que apenas puede coronar este coche jordano que amenaza con detenerse al borde de cualquier curva de esta gran falla: sima de 400 m. Vamos un tanto acongojados, con el pie derecho machacado de frenar o acelerar, asumiendo con resignación el culebreo de esta carreteruca que empequeñece al mismísimo Pajares. Parada en el mirador. Impresiona la vista: nos imaginamos al pueblo judío pasando penurias al cruzar estas mismas tierras. Descendemos hacia Petra por la zigzagueante senda recorrida desde tiempos inmemoriales: Ruta del Rey. Dicen que Moisés en su camino hacia la tierra prometida solicitó permiso a Sehon, rey de los Amonitas, y que la legendaria Reina de Saba, visitante de Salomón, pasó por aquí con sus caravanas de piedras preciosas, incienso y especias, regalos para el rey que cambiaría su vida, pero los únicos protagonistas presentes son las ruinas de los castillos de los cruzados y algunas jaimas de beduinos que siguen pastoreando rebaños de ovejas y cabras.
Por este real camino seguido por Trajano cuando ocupó Petra, itinerario de las especies y del incienso que enlazaba con la ruta de la seda, el grupo se anima: dos compañeras sacan el cancionero y se entonan populares melodías calmando los nervios de tanta vuelta.
Nos detenemos en Al-Karak, ciudad mencionada en el Antiguo Testamento, y visitamos la fortaleza de los templarios, siete plantas de altura, centinela de este valle hasta que fue tomada por los mamelucos. Recordamos lo que oímos de niños sobre Jerusalén, conquistas y rutas hacia el mar Muerto, caravanas que se refugiaban en los castillos, y sobre Saladino, figura notable del Islam. ¡Cúanta sangre derramada sobre estas piedras! Hace frío.
Comemos en un restaurante al lado del castillo que cuenta con el sitio justo. Escasean hasta los cubiertos, pero nos arreglamos agradecidos por tomar algo que entone.
Reanudamos el camino hacia Wadi Musa por la ruta que unía el mare nostrum con la India. Persas, griegos, romanos, bizantinos, cruzados, musulmanes, otomanos, y luego franceses e ingleses la hicieron... Ahora circulan por la autovía que finaliza en el golfo de Aqaba pesados transportes de contenedores y fuel.
Parada técnica (pipi-room) en el pintoresco restaurante-bazar “Al-Sultani”, grande y con mucho ambiente. Nada raro: alrededor sólo hay desierto.
Camino del hotel, el inefable Amin nos entretiene hablando de la cultura jordana: aquí no conocemos el término “fregar”, dice. El varón cuida de la mujer que se queda en casa y manda al hombre fuera, aunque se van pareciendo a occidente: hay cien mil graduados al año, muchas chicas. Cuando los jóvenes se casan ahora tienen que trabajar los dos, no viven, si no: la vida está cara. Los hijos se quedan en la casa y los padres mayores van a la residencia. Los hijos son del padre, la madre no cuenta. Al dividir la herencia, la mujer se lleva la mitad, el hombre una parte. Está permitido el control de la natalidad, pero se prohiben las relaciones sexuales antes del matrimonio: no está bien visto que la mujer no sea virgen. Casi no existe la prostitución: las casas de citas son ocupadas por mujeres de fuera. No hay discotecas: no es su cultura. El cine que más se ve es norteamericano: películas subtituladas. Las árabes, son mayoritariamente egipcias. Las chicas jordanas no viven solas: la mujer siempre necesita al hombre, aunque se aceptan hoy menos los matrimonios arreglados. Es difícil que la mujer divorciada se case de nuevo. El diálogo se anima. Algunas utilizan el velo: voluntariamente la mujer oculta así su belleza a los extraños. El duelo no es equivalente al negro. Hay libertad en el vestir, no siempre de negro.
El sector femenino del bús se caldea...
A las 17:50 llegamos a Wadi Musa, población de doce mil habitantes, sesenta hoteles y numerosos restaurantes y tiendas: todos viven del turismo.
Nos impresiona el lujoso hotel Movenpick, el mejor del viaje.
A las 8:15 tomamos el camino del desfiladero descubriendo otro mundo más allá del impresionante Siq, la larga y angosta grieta hendida por la fuerza de las aguas cuyo curso desviaron los nabateos para convertirla en puerta de entrada a la capital de su imperio, pero las legiones del astuto Trajano les cortaron el agua... única forma de hacerlos salir.
Al fin estamos en el lugar más esperado del viaje, y no decepciona.
Caminamos entre multitudes de turistas, la mayoría españoles. El camino inicial está muy organizado: por un lado peatones, por otro caballos y carruajes. Amin no nos dirige tanto como el guía sirio, también grita menos, pero cuesta esfuerzo seguirle: camina a paso marcial. Los que se retrasan tienen que correr: el desfiladero es muy atractivo para las fotos. Cada rincón es aún más increíble que el anterior.
Sobrecoge el "Khazneh", el Templo del Tesoro: primera visión que tenemos al doblar el último recodo de la estrecha grieta que permite el acceso a esta genial combinación del arte del hombre y la naturaleza. Extraordinario e inigualable descubrirlo más allá de las sombras.
Comentario general: hay que venir. Lo que se capta no se puede transmitir. Es mayor de lo que uno pueda imaginar. Los sentidos perciben más de lo que uno pueda escuchar.
Foto de familia. Amin se esfuerza en hacerse oír en medio del tumulto de turistas, vendedores y animales: "donkey taxi" ofrecen reiterativos. Además de burros, hay camellos. Los caballos no entran en el siq sueltos, sólo enganchados a pequeñas calesas.
Compramos recuerdos: collares y piedras de Petra, que poco a poco nos acabaremos llevando los turistas en la maleta... Variopintas razas de vendedores: chiquillos descalzos, mal vestidos y mujeres jóvenes que parecen ancianas trapichean con cualquier cosa.
Seguimos el camino de las tumbas reales admirando el interior de los templos que muestran las vetas de las rocas en un baile de formas y colores, auténtica maravilla estética.
A las 13 horas comemos. El restaurante a tope. Hay que abrigarse: la sombra engaña.
Hemos tenido un espléndido día de sol y el lugar es para disfrutarlo con esta luz. El guía señala una cúspide lejana: la tumba de Aarón, sitio sin camino conocido. Dice la leyenda que Petra y sus casas de dos mil años que inundan las paredes rocosas de este encajonado valle fue descubierta por un peregrino que iba en su busca.
Los olores de ternasco a la parrilla, deshecho, apelmazado, lo inundan todo. Uno dice: mejor nos servían el cordero en chuletas que molestarse en desmenuzarlo. No comemos mucho, echamos el día andando y hay sed, y ganas de comentar lo visto. Además, no nos parece demasiado correcto quejarse aquí, en pleno desierto, con la miseria que nos rodea...
Tras la comida, sin pausa: Amin recuerda que a las seis cierra Petra, la mayoría suben animosos los 850 peldaños que conducen hasta el Monasterio, el impresionante templo que queda a la altura de las águilas, donde encuentran a una española casada con un beduino: Lidia, vendedora de objetos de plata y pulseras. Tienen tres niños.
La paliza es notable: Llegamos al hotel arrastrando la lengua, reconoce uno. Otro que recurrió a los servicios de un burro-taxi para ahorrarse los escalones tuvo que desistir so pena de despeñarse: el arriero le colocó mal la albarda del animal, tal vez disconforme con el precio pactado. Parece ser una treta habitual para sacarle más dinero al incauto turista.
Otros regresamos poco a poco al hotel soslayando las contumaces invitaciones de los burro-taxi o camello-taxi hasta la zona abierta donde intervienen los caballos: slowly, no rally, dicen los palafreneros. Preferimos el coche de san Fernando...
Ultimas compras en Wadi Musa. Viso negocia con un egipcio precios especiales para el grupo regalándole una baraja y un caballito. Y al día siguiente se despide de él al estilo árabe: un abrazo y un par de besos. Como debe ser.
Espléndida cena: calamares con gambines, rico, rico, el plato de más éxito. No importa que esté picante y algo duro el calamar. Y de postre... dulces a esgaya.
El estado de la enfermería crece: un virus no controlado ha ido contagiando poco a poco al grupo. Y los que no, padecen unas buenas agujetas. Sarna con gusto...
Y a la cama pronto, que mañana nos levantan a las 6 a.m. Hay mucho camino hasta el mar Muerto y antes tenemos que atravesar el Wadi Rum.
La del alba sería... A las 7 a.m. todo el mundo en el bús, y las maletas reconocidas. Hace fresco en Wadi Musa: 12 grados, que parecen bastante menos por el viento.
Cuarenta y cinco minutos de camino angosto hasta tomar la autovía de Aqaba, muy concurrida por camiones de carga y cisternas. Hay mucha vigilancia. Nos multan por exceso de velocidad: circulábamos a 107 km/h cuando el límite era de 100 km/h.
10 a.m. Wadi-Rum, el espectacular desierto de arenas rojas y orografía inigualable de granito y arenisca que recuerda a Lawrence de Arabia. Buen tiempo. En la trasera de los jeeps hace frío, por el aire. De los ocho coches que ponen a nuestra disposición sólo uno va cerrado. Nos disfrazamos: pañuelos, kufiyas, gorras, y anoraks subidos a tope. Todo vale.Hacemos dos paradas para que Amin nos explique la historia de las tribus de nabateos que abandonaron estas tierras para refugiarse en Petra huyendo de los romanos.
Cruzamos las dunas velozmente animando a los conductores a competir por el primer puesto -¡esas fotos!- para visitar una cavidad con inscripciones y huellas humanas.
Una hora después tornamos el camino de Amman con la vista puesta en el mar Muerto donde llegaremos a comer, pero hay cuatro horas por delante y el personal está animado: se cuentan anécdotas, historias de Jordania y de la gente aligerando el viaje. Este bús tiene un par de asientos enfrentados a los siguientes con mesita en medio que permite alguna partida de cartas como la de revancha que se juegan dos parejas rivales: Manolito-Viso vs Aurelio-Bernardino. Cuentan que ayer Viso se enfadó y le echó una retahíla al camarero, que con los ojos redondos miraba a Manolito, yo traduzco dijo éste muy serio: “yes”.
Comemos en un hotel que dispone de playa privada, servicios de piscinas y zonas de relax (resort, se dice). Muchos se bañan y bastantes se dejan embadurnar completamente de un lodo negro similar al betún de judea. Todos coinciden en los picores que les provoca la extremada salinidad del agua y en la suavidad que después queda en la piel. Como niños.
Tarde excelente. Nos relajamos tomando un té mientras vemos caer el sol sobre los montes de Israel, en la otra orilla. Estamos a un paso del Jordán, junto al valle de Jericó.
Exprimimos el último jugo a este viaje: hoy parece que hemos vivido dos días, tal es la intensidad de las sensaciones que conservamos cada uno: las arenas rojas del Wadi-Rum y sus lisas montañas de formas caprichosamente redondas, cual enormes tartas de bizcocho con los chorretes de crema deslizándose entre capa y capa. Diseños imposibles de imaginar por el más creativo de los artistas. La naturaleza supera al hombre, dejá vu.
Antes de entrar en Amman nos detenemos en un bazar de carretera a comprar jabones y cosméticos del mar muerto. Por megafonía anuncian una oferta especial para los amigos de Asturias: parece salesas. El dueño hace caja mientras luce el caballito en la solapa.
Los del hotel Crown se esmeran: té de cortesía en las habitaciones, quieren que nos vayamos contentos y olvidar los pequeños problemas que pudiera haber habido el lunes.
Notamos ciertas ganas de terminar el viaje, señal de que estamos satisfechos, que no hartos: damos por bien empleado nuestro dinero y nuestro tiempo. Ha habido buen rollo en el grupo y todos llevamos algo más de lo que trajimos: gratos momentos en compañía de los amigos con quienes hemos compartido largas jornadas. Mañana, la penúltima: Jerash, la frontera, Bosra y Damasco. Y el sábado, ¡ay, el sábado!… Lo deseamos y lo tememos.
Sana costumbre esta de levantarnos a las 6:30. En el desayuno la mitad del grupo toma aspirinas y gelocatiles mientras se revisan bolsos, moneda y pasaportes: hoy toca frontera.
Espléndido día para realizar la panorámica de esta ciudad grecorromana. Sin bajarnos del bús visitamos un barrio residencial del más alto nivel, zona de embajadas: impresiona la de EEUU rodeada de tanquetas y alambre de espino. El guía no para de advertirnos que nada de fotos, que requisan las cámaras. Cerca se encuentra la embajada española.
Amman tiene siete colinas y fue construida en las orillas de un río ahora canalizado y cubierto. Hoy es viernes y la gente llena las calles. A las 8:30 a.m. ya están abiertas todas las tiendas de la avenida central: tienen que celebrar el mercado antes del culto. No hay bazares. Amin dice que es importante el mercado del oro: regalarlo libera de dar limosnas.
Saliendo hacia Jerash contemplamos el palacio real cuya muralla rodea toda la colina.
Gerasa, la ciudad romana mejor conservada del mundo, está 50 kms al norte, en el valle bíblico de Galaad. Aunque sus ruinas se descubrieron en 1806, queda por explorar más del ochenta por ciento, pero tenemos bastante con el veinte que nos asombra aunque sea escasa nuestra capacidad de sorpresa a estas alturas. Sobra cansancio, y virus...
Gerasa es conocida como la "Pompeya del Este" y forma parte, como Amman, de la antigua "Decápolis". Primero vemos el Arco de Adriano, impresionante puerta de tres arcos construida para conmemorar la entrada de este Emperador en el año 129 d.C. Tras la Plaza Oval y paseando por el Cardo contemplamos un sinfín de ruinas, asombrosas reliquias de antiguas civilizaciones: el Propylaeum, la escalinata que conduce hasta el Templo de Artemisa y las columnas corintias que lo rodean, el Forum, el Hipódromo, el Templo de Zeus, el Teatro Sur, de impresionante acústica, que puede albergar 3000 espectadores.
Calzada, columnata, templos, teatros... no se debe decir que sea lo de siempre, aunque sí es lo de siempre. Intentamos saborear lo último de Jordania, país ocupado primero por los griegos y luego por los romanos. De Jerash trasladaron la capital a Bosra.
Un pintoresco grupo de gaiteros jordanos, kefias blanquirojas y vestimenta militar nos reciben al son de marchas galesas y escocesas situados en el centro de la orchestra del teatro sur. Tras las fotos dejamos la propina en la urna de metacrilato dispuesta para ello.
Comemos lo habitual y Khoobz Arabi reciente: tenemos el horno al lado de la mesa y vemos cómo se hace. Caballito al panadero y foto con Viso. De postre frutas y pastelillos de miel (como un buñuelo). Café turco o té a la menta, y a gastar los últimos sopínfanos...
De aquí a la frontera empleamos menos de una hora: las dos de la tarde y el sol aprieta mientras esperamos que nos visen los pasaportes. ¡Menos mal que estamos a la sombra! Dentro del bús silencio: pesan los párpados. De vez en cuando una tos, otra más, concierto. Deseamos vernos en Damasco y descansar bien para afrontar la dura jornada de mañana.
Alí, el nuevo guía sirio, nos enseña detenidamente la antiquísima Bosra. La monumental ciudadela envuelta en murallas de basalto alberga en su interior el teatro mejor conservado del mundo, bello, majestuoso y enorme, con capacidad para más de 15000 espectadores y excepcionales condiciones de evacuación. Actualmente se realizan representaciones.
Descendemos con cuidado hasta la orchestra y agrupados en el centro entonamos el Asturias, patria querida. Un grupo de adolescentes sirios nos observan desde lo alto de las gradas y nos aplauden. Luego, la joven más decidida baja seguida del resto. Las asturianas se animan y bailan con ellas/os al ritmo del bongó. Un momento nescafé. Nos despedimos todos cantando y salimos de la ciudadela para dar un paseo sin prisa recreándonos en las construcciones que ya nos resultan familiares aunque éstas sean todas de basalto.
Por el casco antiguo, entre puertas nabateas que se mezclan con columnas romanas, iglesias bizantinas o viejas mezquitas, nos sigue una caterva de vendedores, niños y no tan niños: Un euro, sólo un euro, dicen. Vemos pobreza alrededor y caminamos en silencio.
Puesta de sol entre columnas: anochece cuando salimos de Bosra. Toses y estornudos en lugar de frases de admiración. El interior del bús parece el dormitorio de un hospital.
Cenamos temprano y a los postres le cantamos el cumpleaños feliz a Isabel García, la madrileña del grupo, compartiendo con ella un trozo de tarta que alcanza para todos.
Última pernocta en Damasco. A las diez ya estamos en la cama. Parece que esta noche tenemos la compañía de una dama que para unos es fiebre y para otros febrícula.
A las diez desayunamos, arrebañando restos y a las once nos ponen un autobús para quienes podemos ir al centro, aunque el tiempo libre hasta las ocho p.m. parece eterno. Dos compañeros se quedan en el hotel. Viso está afónico, así que Luisma templa y modera el trajín de la jornada. El grupo se porta y colabora. Aplausos de reconocimiento al conductor.
Pasamos el sábado realizando las últimas compras y recorriendo callejuelas y pasajes en los barrios cristiano y judío, y los zocos. Todo está atestado de gente. Procuramos eludir los sitios más concurridos para no perdernos. Caminamos en grupos, confiando en los más expertos como guías. Visitamos un par de casas damascenas, entramos en el bazar-casa de un parlanchín armenio, listo como el hambre: hay que sobrevivir entre tanta competencia, que nos vende lo que quiere halagándonos: Españoles, mí gustar mucho vuestro país. La verdad es que lo específico de Damasco no está barato: hay que regatear, aunque se tiene la sensación de que cualquier día nos lo encontramos en El Corte Inglés, al lado de casa.
Y al caer la tarde recalamos en el lugar cuya magia nos atrapó el primer día: los cafés próximos a la Gran Mezquita. Descansamos largo rato viendo pasar variopintos personajes.
A las ocho nos llevan a cenar a un restaurante típico, de gran lujo, pero después de diez días de cocina autóctona apenas probamos bocado. Picoteamos algo del menú, amplia y variada muestra de la gastronomía siria sorprendiendo al maitre por lo poco que comemos.
Tras las últimas fotos a este lugar de especial sabor, vamos al hotel a descansar un par de horas para que el tiempo no se nos haga tan largo. Dormitamos. Entre el cansancio y los virus algunos no nos tenemos en pie.
A las once llegan las galletas: Hani cumple.
Camino del aeropuerto hay jolgorio, buen ambiente. Que no falte el humor. Se bromea con Viso y su mutismo: no puede reñir. Cuando lleguemos, el autobús directamente a la residencia, mejor a Covadonga, se sugiere. Pobres de los que han llegado hoy al hotel, tan felices, la que les espera. ¡Menudo recibimiento viral!
A las 2:15 nos empiezan a llamar para embarcar. Feliz vuelo. Adiós, Damasco.
A las 8:30 tras cinco horas de viaje aterrizamos en Ranón sin más novedad que la ya reiterada. Recogemos el equipaje y nos despedimos aprisa, deseosos de llegar cuanto antes a casa, si bien la fiebre no obnubila del todo la sensación de lo bueno: un éxito el viaje. Gracias a quienes lo habéis hecho posible.
Ahora, al poner negro sobre blanco y mientras se ordenan las ideas, se valoran más los días pasados y se hace mayor el tiempo vivido aunque haya sido tan breve. Pero estas diez jornadas han dado mucho de sí, como puede verse.
Sólo deseo haber acertado a contarlo.
Hasta siempre, amigos.